Hoy una amiga, en el parque, mientras nuestros hijos jugaban, me comentaba que no sabe que hacer para que su hija hable en un tono normal, que la niña es muy “gritona” y que por mucho que la corrige no hay manera.
Poco después, la niña, que se encontraba a unos diez metros de su madre gritó “¡Mamáááááá, quiero agua!» Mi amiga, con cara de circunstancias, me miró y a continuación, doblando el volumen de voz de su hija le gritó “¿Pero cuantas veces tengo que decirte que no se habla gritando?” y se acercó con la botellita de agua hasta la niña gritando amenazas por el camino: «¡cómo me vuelvas a pedir el agua gritando te quedas sin beber!» En ese momento, la niña que seguía con su juego, empujó a otro niño que se interponía en su camino subiendo por la escalera del tobogán, este empezó a llorar y mi amiga, que en ese momento se disponía a darle el agua a su hija, aprovechó para corregir de nuevo su mala conducta diciéndole “Laura, ¡ya está bien, eh!, pero … ¡¿por qué tienes que pegar, hija?!, ¿eso es lo que te enseñan en el cole?”, esto acompañado de un edificante palo en la mano.
Yo mientras me planteaba como iba a explicarle a mi amiga que a la niña no hacía falta que en el cole le enseñaran a gritar y a pegar, que ya tenía en casa una buena maestra.
A menudo, los padres, ponemos el grito en el cielo ante conductas que nos parecen intolerables en nuestros hijos, sin ser conscientes de que a menudo son una imitación de las nuestras, con las que somos mucho más condescendientes. Hasta tal punto actuamos desde la inconsciencia, que pretendemos enseñarles a no pegar diciéndoles que no peguen mientras les damos un palo o a no gritar gritándoles que no griten.
Ante estos mensajes contradictorios, nuestros hijos siempre elegirán lo que hacemos antes que lo que decimos, y no porque quieran llevarnos la contraria, sino por todo lo contrario.
Si te ha gustado, compártelo. Gracias.